-Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte algo -dijo.
-¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana?
-Hay cosa que sólo pueden verse entre tinieblas -insinuó mi padre blandiendo una sonrisa enigmática que probablemente había tornado prestada de algún tono de Alejandro Durnas.
Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos cuando salimos al portal. Las farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos aventuramos camino del Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de bruma azul.Seguí a mi padre a través de aquel camino angosto, más cicatriz que calle, hasta que el reluz de la Rambla se perdió a nuestras espaldas. La claridad del amanecer se filtraba desde balcones y cornisas en soplos de luz sesgada que no llegaban a rozar el suelo. Finalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de madera labrada ennegrecido por el tiempo y la humedad, Frente a nosotros se alzaba lo que me pareció el cadáver abandonado de un palacio, o un museo de ecos y sombras.
-Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes decir a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
Un hombre con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.
-Buenos días Isaac. Éste es mi hijo Daniel -anunció mi padre-. Pronto cumplirá los once años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.
El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimiento. Una penumbra azulada lo cubría todo,, insinuando a penas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles y de criaturas fabulosas. seguimos al guardián a través de aquel corredor palaciego y llegaos una sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía una cúpula acuchillado por haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto. Él me sonrió, guiñándome el ojo.
-Daniel, bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados.
Salpicando los pasillos y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas se volvieron a saludar des lejos, y reconocí los rostros de diversos colegas de mi padre en el gremio de libros de viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos aparecían como una cofradía secreta de alquimistas conspirando a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me habló con esa voz leve de las promesas y confidencias.
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