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domingo, 20 de septiembre de 2015

 Os traigo la segunda parte:


La enterramos en Montjüic el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionistas y libros usados heredad de mi abuelo, un bazar  encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvos, y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día... No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.
Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como se el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme.
   - No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de mamá -murmuré sin aliento.
   Mi padre me abrazó con fuerza.
   - No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.
   Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que no existían, Aquélla fue la primera vez en que me di cuneta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos de la niebla y de pérdida, siempre miraban atrás. Se incorporó y descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba.

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